Desde donde sea que se guarden esos traumas -en el inconsciente inaccesible de la ortodoxia psicoanalítica, en la historia negada de los psicoterapias constructivas, en la memoria corporal de los holistas o, como pensamos muchos, en el niño o niña que fuimos y sigue vivo en nosotros-, desde allí, digo, el dolor ligado a nuestro pasado influye, condiciona y perturba nuestro presente, ciñendo nuestro potencial y jugando en contra de nuestros mejores proyectos.
Genialmente, John Bradshaw, el más didáctico de los terapeutas contemporáneos, llamó a estos aspectos el niño herido interior. Muy frecuentemente, ese niño interior sufre el no haber superado las consecuencias de una deficiente actuación de su padre o madre, o la falta de herramientas de su entorno para contener situaciones difíciles, como son, por ejemplo, la muerte de una figura importante o una debacle socioeconómica familiar.
Por lo general, no se trata solamente de alguna frustración o hecho doloroso, pues la vida de todos las incluye y las incluirá. Se trata, más bien, de la represión -consciente o no; por mandato o por imitación- de los sentimientos ligados a esos episodios. Si un niño no aprende a dejarse sentir y a expresar, especialmente por miedo a ser rechazado, terminará irremediablemente desconectado, asustado y distante de todo y de todos. El niño herido siente, cree, sabe o recuerda la amenaza de no ser amado si hacía eso o aquello o si dejaba de hacer eso otro.
La fantasía del desamor o del abandono crea un vacío que se intentará llenar después con actitudes inadecuadas, repetición de conductas, manipulación de los demás, adicciones y autodestrucción (depresión, aislamiento, autoboicot...) o cuando no, con respuestas agresivas y hostiles hacía todo y hacía todos. Nuestro niño interior representa nuestra parte más vital y espontánea. Sus dolores son los nuestros y su desamparo nuestra desesperación. Sanarlo es sanar nuestro pasado y, por lo tanto, “curar” nuestra existencia presente y futura.
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